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Liturgia 5
¿Hay una colecta espiritual además
de la colecta de dinero?
Efectivamente, sí. En la Misa que celebramos los
cristianos, después de prepararnos con los primeros ritos, el sacerdote dice
por primera vez “oremos”, y hace un momento de silencio. Esa palabra dicha por
el sacerdote es una verdadera invitación. ¿Y qué podemos rezar en ese momento? Ese
instante tiene por finalidad pensar y poner delante del Padre Dios, la
intención más importante o de mayor peso que queremos que sea tenida en cuenta
por Él. Y esto, obviamente, varía en cada Misa, porque cada domingo llegamos
hasta el Señor con “cargas” distintas; hay ocasiones en que queremos encomendar
algo de nuestra propia vida, por ejemplo, algún hecho ocurrido para lo que deseamos
pedir una gracia sanante o salvadora, o bien algo que sucederá y que necesita
de la asistencia de Dios, o también motivos de gratitud como por ejemplo haber
logrado algo o celebrar un aniversario importante. El sacerdote, por su parte,
encomienda a Dios Padre en ese momento de silencio, las intenciones por las que
la Misa se
ofrece “oficialmente”, intenciones que, en las comunidades, suelen anunciarse
al principio, para que todos las tengan en cuenta.
Luego, abriendo los brazos
en dirección al Padre Dios, el sacerdote eleva una oración que “recolecta” las
intenciones que cada uno ha presentado en su interior. Por eso la oración que
pronuncia se llama “oración colecta”(antes se la llamaba “oración de la
asamblea”). La formulación de esta oración es siempre en primera persona del
plural (nosotros), es decir el sacerdote dirigiéndose a Dios le pide en nombre
de todos nosotros, como traduciendo eso que hemos orado en silencio. La
formulación de la oración no la inventa el sacerdote. Si prestamos atención,
observaremos que la lee desde el Misal pero que al mismo tiempo es variable (se
dice que es “propia” de cada día) pues, muchas veces, se vincula directamente
con la fiesta del día o el carácter del tiempo litúrgico en curso. La razón que
ponemos delante de Dios Padre es Jesucristo, quien es Hijo suyo y Señor
nuestro, o sea absoluto y eterno mediador entre quienes pedimos y a quién
pedimos. Por eso lo nombramos al final.
El “amén” conclusivo es
algo así como la “firma” de todos los presentes sobre la oración que ha dicho
quien preside la asamblea litúrgica. Aunque, lamentablemente, pocas veces suene
así, este “amén” debería ser un “sí” vibrante y convencido.